Dedicarse a la práctica de la terapia fenomenológica existencial implica abrazar el principio de incertidumbre. Esto se traduce en mantener una actitud de “no saber”, en el reconocimiento de que nunca podremos comprender al otro de manera absoluta, ni mucho menos podremos estar seguros sobre qué es lo mejor para el otro o incluso para nosotros mismos. Adoptar esta actitud es fundamental para realizar nuestra labor como terapeutas existenciales, es lo que nos permitirá hacer una exploración fenomenológica que se acerque lo más posible a los significados y a la experiencia del otro, y en la que realmente cuestionemos aquello que ha sido dado por hecho. Sin embargo, todo lo anterior no es tarea fácil…
Cuando inicié mi camino en el mundo de la terapia existencial, jamás imaginé que sostener el principio genuino de incertidumbre sería uno de los mayores retos de mi práctica terapéutica, un reto que nunca termina y que, a momentos, experimento inalcanzable.
Entiendo el reconocimiento de la incertidumbre en el ámbito de la terapia como un constante acto de humildad que, al despojarme de aquellas certezas y verdades que solían proveerme de una experiencia de seguridad, me resulta con frecuencia difícil de sostener. Se trata del reconocimiento de que a pesar de todo lo que estudie o cuánto me prepare, lo que pueda saber nunca será suficiente para comprender al otro en su totalidad. Implica también identificar y soltar cualquier intento de ser salvadora del otro, así como una renuncia a toda idea de control sobre la vida de mis clientes y sobre el rumbo de la terapia y sus posibles resultados.
De acuerdo con Yalom (1998), tolerar la incertidumbre es un prerrequisito de esta profesión. La poderosa tentación de adquirir certidumbre al adoptar la ideología de una escuela de terapia o un sistema terapéutico rígido puede bloquear el encuentro espontáneo e incierto, necesario para la terapia; este encuentro es el corazón mismo de la terapia.
Para todos aquellos terapeutas o futuros terapeutas que, como yo, sienten que en su vida diaria suelen ser dogmáticos, necios, categóricos, arraigados a sus ideales y valores… les espera una fuerte lucha. A mí siempre se me había aplaudido por ser una persona que defiende sus ideas, que se aferra a un punto de vista y no lo deja ir, que tiene claridad sobre aquello que asume como “bueno” y como “malo”. Ahora, me confronta estar en un terreno que se me solicita lo contrario, que me pide cuestionar las ideas que me dan estructura y todo aquello que he considerado verdadero o que he asumiendo como “bueno” o “correcto”.
A veces me pregunto si no sería más sencillo adoptar una postura en la que parto de la idea de que hay algo que puedo hacer por el otro, en la que tengo saberes y técnicas que me sostienen, en la que hay una guía específica de pasos a seguir, en la que tengo objetivos que trazan el camino. Frente a tal cuestionamiento, efectivamente creo que eso me sería menos angustiante. A mí nadie me dijo que el acto de humildad que se requiere para ser un terapeuta fenomenológico existencial provocaría en mí momentos de tan profunda inseguridad, ni que iba a representar el nivel de reto que experimento a cada momento. Sin embargo, aún con todo lo anterior, ¿qué hace que siga eligiendo la propuesta fenomenológica existencial para mi práctica terapéutica?
Con el tiempo he comprendido el valor que hay en ofrecerle al otro una escucha fenomenológica, descubrí que es algo que prácticamente nunca hacemos por el otro, ni nadie hace por nosotros. En la vida cotidiana, cuando expresamos algo que nos causa dolor o algún problema que nos aqueja, solemos recibir consejos, palabras de aliento con intención de motivarnos, de que cambiemos o de que enfrenemos la situación de otra manera; juicios, opiniones y remedios tales como “no debiste hacer eso”, “las cosas pasan por algo”, “ tranquila”, “todo va a estar bien”, “deja de llorar”, “tienes que ser fuerte”, “no exageres”, “a mí me pasó lo mismo, deberías probar hacer esto”. En el fondo, suele haber una buena intención detrás de todo esto, ayudar al otro a que se sienta mejor, pero en dicho intento, en lugar de acompañarlo en su experiencia no nos percatamos de que lo estamos dejando aún más solo.
¿Quién se detiene a realmente tratar de comprender mi dolor? ¿Quién escucha mi angustia sin rápidamente caer en decirme lo que debí o debo hacer? ¿Quién sostiene mis lágrimas sin pedirme que me detenga? ¿Quién recibe mi enojo y trata de acercarse a lo que siento sin pedir que me calme? Eso es precisamente lo que puede ofrecer un terapeuta fenomenológico existencial. Se trata de una constante búsqueda de comprensión y acercamiento a la experiencia del otro, que nos haga sentir menos solos; un tipo de acompañamiento que intenta sostener el dolor y todo aquello que contenga la experiencia sin solicitarle al otro que cambie. Todo esto, ante mis ojos, es invaluable, merece la pena el esfuerzo.
Bibliografía: Yalom, I. (1998). Verdugo del amor. Ed. Emecé. España.
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